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Era una mujer más envejecida que vieja, y bien se conocía que nunca había sido hermosa. Debió de tener en otro tiempo buenas carnes; pero ya su cuerpo estaba lleno de pliegues y abolladuras como un zurrón vacío. Allí, valga la verdad, no se sabía lo que era pecho, ni lo que era barriga. La cara era hocicuda y desagradable. Si algo expresaba era un genio muy malo y un carácter de vinagre; pero en esto engañaba aquel rostro como otros muchos que hacen creer lo que no es. Era Nicanora una infeliz mujer, de más bondad que entendimiento, probada en las luchas de la vida, que había sido para ella una batalla sin victorias ni respiro alguno. Ya no se defendía más que con la paciencia, y de tanto mirarle la cara a la adversidad debía de provenirle aquel alargamiento de morros que le afeaba considerablemente.

El padre, don Pedro Hurtado, era […] un calavera en su juventud. De un egoísmo frenético, se consideraba el metacentro del mundo. Tenía una desigualdad de carácter perturbadora, una mezcla de sentimientos aristocráticos y plebeyos insoportable. Su manera de ser se revelaba de una forma insólita e inesperada. Dirigía la casa despóticamente, con una mezcla de chinchorrería y de abandono, de despotismo y de arbitrariedad, que a Andrés le sacaba de quicio.

Lulú demostró a Hurtado que tenía gracia, picardía e ingenio de sobra; pero le faltaba el atractivo principal de una muchacha: la ingenuidad, la frescura, la candidez. Era un producto marchito por el trabajo, por la miseria y por la inteligencia. Sus dieciocho años no parecían juventud. Su hermana Niní,(...) era más mujer, tenía deseo de agradar, hipocresía, disimulo. El esfuerzo constante hecho por Niní para presentarse como ingenua y cándida, le daba un carácter más femenino, más corriente también y vulgar.

Su pelo castaño, espeso, y cortado en melena larga; cutis atezado y rostro en óvalo, con labios finos y colorados, y dientes menudos, apretados y blancos; estatura regular; pechos moderados, erectos y duros; esbelta y ágil; viva en sus movimientos y presta y delicada en sus ademanes. A los dieciséis años borda con primor; habla correctamente el francés; toca el piano con gusto; tiene afición a la música y canta con bonita voz; la música que más le agrada es la de Mozart; ha estado cuatro años interna en las concepcionistas de la dicha ciudad de Agreda; sabe también elaborar almíbares, pastas y frutos de sartén, y puede disponer como futura ama de casa, una comida selecta en limpia mesa...

Don Osorio era un hombre extraño, difícil de calificar y hasta de describir. ¿Qué edad tendría? ¿Cuarenta años? ¿Cuarenta y cinco? ¿Cincuenta tal vez? Imposible saberlo, porque era lampiño y orondo, y no tenía ni siquiera cejas, y sí la piel tersa y sonrosada, y la voz fina, de tiple, y parecía mucho más joven, pero de una juventud anómala y hasta un poco inquietante, sin datos ni atributos precisos, como un hombrón recién nacido.

El despacho de Cortabanyes estaba en una planta baja en la calle de Caspe. Constaba de un recibidor, una sala, un gabinete, un trastero y un lavabo. Las restantes habitaciones de la casa las había cedido Cortabanyes al vecino, mediante una indemnización. Lo reducido del local le ahorraba gastos de limpieza y mobiliario. En el recibidor había unas sillas de terciopelo granate y una mesilla negra con revistas polvorientas. La sala estaba rodeada por una biblioteca sólo interrumpida por tres puertas , una cristalera de vidrio emplomado que daba al hueco de la escalera y una ventana de una sola hoja cubierta por una cortina del mismo terciopelo que las sillas y que daba a la calle.

[...] se le acercó una mujer que estuvo, hasta entonces, parada unos pasos más allá. O más bien era un ser revestido de una ligera apariencia femenina. En conjunto, tenía el aspecto de un cono blanco invertido, forrado con toda clase de accesorios y colores. Comenzaba, en efecto, con una cabeza desproporcionada. Una cara ancha y gruesa rodeada o acribillada por una cabellera multicolor, larga y abierta, hasta rozar la mitad de los brazos. [...] Y todo este exceso iba agudizándose hacia abajo, hasta dar la impresión de no estar de pie, sino clavado sobre la acera: tan delgadas eran sus piernas y tan menudos sus zapatos.

Topografía.

Retrato.

Etopeya

Prosopografía.

Caricatura.

Etopeya.

Caricatura.